sábado, 30 de marzo de 2013

Lo mejor en la vida es ser un no creyente

¡¡Exijamos lo Imposible!! 
Por Esto!
Por sus chingaderas los conoceréis
Alma Delia Murillo

Estos días me recuerdan las búsquedas religiosas de mi madre. Legendarias todas.

Mis hermanos y yo, sin otra alternativa que ir con ella a donde nos llevara, pasamos por varias de las modalidades judeocristianas: fuimos católicos, mormones, testigos de Jehová y cristianos evangélicos. En ese orden.

Sola y con ocho hijos que cuidar y mantener, mi madre buscó refugio en las comunidades religiosas obteniendo siempre los mismos resultados: clasismo, fanatismo, abuso y manipulación. Los creyentes eran tan humanitarios que para ayudarla le ofrecían trabajos domésticos en la casa de alguna señora gordirubia o lugar en la cama de algún marido gordicabrón.

Recuerdo esos días con terror, mi corazón de niña se encogía escuchando los sermones y los cantos apocalípticos, la repetida sentencia de que todo era pecado. Y cuando digo todo me refiero a todo: desde ir al cine y usar jeans hasta pensar que las mujeres somos iguales a los hombres porque Jesucristo es el Padre- Esposo y la Iglesia representa a la Esposa; así, en esta relación masculino-femenino, el Padre es el poderoso y la Iglesia, la sometida energía receptiva. Ahí los conceptos de equidad de género son casi pecado.

Cómo olvidar los refrigeradores de esas bondadosas familias cristianas: desbordantes, desperdiciados, podridos. Viene a mi memoria el día en que mi madre cortó un pedacito de pay de queso para que yo lo probara, cosa que bastó para que nos corrieran de aquella casa. Eventos del tipo iban rompiendo nuestros lazos divinos con esos grupos. La ruptura ocurría también cuando algún lujurioso “hermano en la fe” se abalanzaba con las fauces abiertas sobre mi mamá y luego ella era acusada de provocadora. Me llevó algunos años entender que el amor a la prójima se ejerce de manera distinta que el amor al prójimo y que Jesucristo hablaba de compartir el pan con el necesitado pero no el pay de queso, de ninguna manera.

Diré sin concesiones que lo que puedo atestiguar de los católicos, mormones y testigos de Jehová, son actos miserables de un grupo de clasistas haciendo trinchera entre para protegerse y expiar sus culpas. Ese recorrido por el camino de la fe se reproduce en mis recuerdos como un collage de casas enormes comandadas por señoras con faldas largas, dijes de oro, uñas rosas, dulces voces, miradas de compasión bondadosa hacia arriba y de infranqueable distancia hacia abajo. También puedo atestiguar sobre los besos y arrimones que se daba el pastor de la iglesia con una amiga mía que cantaba en el coro; a escondidas de su esposa, claro, para no lastimar al prójimo.

Lo juro todo con la mano sobre la Biblia

Pero mi madre necesitaba un asidero y se aferró a la religión. Finalmente se estacionó con los cristianos evangélicos. Después de incesantes búsquedas, llegó a una congregación donde no había familias millonarias, sólo personas con el abandono como estigma en el rostro. Un grupo de doce pastores lideraban al rebaño manipulando el dolor y las carencias de la gente.

Y he aquí que entre los evangélicos vi lo inaudito: extorsiones permitidas por el propio Dios para liberar a la gente de espíritus malignos. Había clínicas de liberación para acudir a ser exorcizado del demonio de la gula, el demonio del enojo, el de la desobediencia o del desempleo. Supongo que ahora habrá un demonio de la adicción a los dispositivos electrónicos y, si me apuran, hasta demonio de Twitter y de Facebook. La tarifa porque no era gratis, desde luego- variaba en función de las horas de ayuno y oración que el pastor tuviera que hacer para echar al espíritu malo del cuerpo del poseído. Mientras más cabrón el demonio, más caro el tratamiento. Siempre cuidando el retorno de inversión, como debe ser.

Y no lo estoy inventando por más increíble que suene. Vuelvo a jurarlo todo con las dos manos sobre la Biblia.

Vi adulterios cristianamente correctos, acoso sexual, chantajes, intolerancia, violencia psicológica y súmenle lo que quieran a la lista. Todo se justificaba en discursos pronunciados con una certeza lapidaria y en el nombre de nuestro señor Jesucristo.

Y todo se toleraba con tal de pertenecer, con tal de ser hijo de Dios para no ser hijo del padre ausente o hijo de la pobreza, para no ser un marginado.

Los cultos y plegarias eran afirmaciones interminables de inferioridad, inseguridad y humillación: no soy nadie pero Dios en su infinita misericordia”, “yo que no valgo nada pero Cristo en su amor inigualable, “yo que vengo del lodo y soy pecador pero mi Padre Dios” y cualquier frase que pudiera demoler la dignidad y la autoestima.

Como era previsible muchas mujeres se convirtieron en jovensísimas madres por accidente. Y fueron todas madres avergonzadas, exhibidas, obligadas a portar la letra escarlata por estar fuera de la ley de Dios pero toleradas con indulgencia porque los hermanos aman y perdonan.

En esta lógica de estimular la obediencia, la sujeción y el sacrificio, el divorcio estaba prohibido categóricamente; ni siquiera era argumento para intentarlo el riesgo de perder la vida en manos de un marido agresor sin límites, nada valía contra la voluntad de Dios.

He aquí que vi el espanto, el horror: la religión. La perversión que induce a buscar el camino hacia lo divino a través de un dogma institucional y no a través de la exploración personal, interna, profunda, humilde, honesta.

En aquel entonces yo tenía dieciocho años y estaba por terminar el bachillerato.

Desde los quince había decidido estudiar Literatura Dramática y Teatro pero, como era de esperarse, resultó que para la congregación evangélica era pecado. Escuché amenazas de arder en el infierno, sentencias funestas donde mi ser en combustión eterna lamentaría haber renegado de la fe cristiana. Predicciones fatídicas por mi desobediencia, sapos, culebras y ahí viene el coco pero estaba muy cansada de sentir miedo y todo lo que había visto me parecía infinitamente peor que cualquier aflicción venidera. Así que, movida por el instinto y la vocación, decidí irme de la iglesia y de la casa.

Han pasado diecisiete años desde que me lancé a descubrir de qué se trata esto de la vida sin un Dios que premie o castigue. Y no se cumplió ninguna profecía fatal. Cuánto he aprendido y disfrutado, cuánto me alegro de haber renunciado a tales creencias. Lo celebraré siempre.

Este es mi testimonio de la fe cristiana: después de todo y de tanto, lo único que puedo concluir es que me da más miedo la comunidad religiosa que arder en el mismísimo infierno.

Y a ustedes, benditos y libres hermanos herejes, solo me queda desearles felices días no santos.
(SIN EMBARGO.MX)
 

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