domingo, 22 de diciembre de 2013

Lo malo es q' todos andan a la arrebatinga

¡¡Exijamos lo Imposible!! 
Por Esto!
Maquiavelo: conflicto, República y Estado
Francisco Valdés Ugalde

La prueba de la democracia es su capacidad para procesar el conflicto y devolverlo a la sociedad como unidad del Estado. Si eso ocurre, la democracia hace posible el cambio sin violencia. Ello llama al disenso como una de sus condiciones sine qua non del sistema democrático, pero a un disenso que opera sobre la base de consensos fundamentales.

Entre estos últimos está el acuerdo con las reglas del juego político, que se traduce en la disposición de todos los actores relevantes a apegarse a dichas reglas, disposición a la que necesariamente debe corresponder un alto costo de no conducirse con arreglo a ellas. Todos los disensos se valen menos ese, y cuando este consenso se deteriora es necesario reconstruirlo con la voluntad de todos y cada uno de los actores relevantes. Si alguno queda fuera de él peligrará el resto del edificio.

Este es uno de los principales hallazgos de Nicolás Maquiavelo si su obra se considera unitariamente y no solamente con la lectura Del Principado (mejor conocida como El Príncipe) De ahí su preferencia por la república (no por el principado) como forma de gobierno. Naturalmente, entre el siglo XV y el XVI era improbable que a ello se añadiera la democracia; realidad y concepto que sólo se forja después del absolutismo que se impuso a la república imaginada por el florentino.

Democracia y república son, hoy en día, un binomio inseparable que podemos comprender gracias a las bases puestas por Maquiavelo. Ese binomio es la democracia representativa. Esta se puede concebir de forma minimalista o, con un ánimo superior, de una forma más comprensiva. Las concepciones minimalistas de la democracia se limitan a dos elementos esenciales: los ciudadanos eligen a sus gobernantes y el poder que ejercen se organiza para hacerlo controlable y responsable. Esta visión pone el énfasis en la selección y control de las personas, pero descuida las políticas y las ideas durante (subrayo el durante) el ejercicio del gobierno; reduce la representación a la elección pero olvida la interacción de políticos y ciudadanos durante el ciclo gubernamental.

En forma clásica, la prensa jugaba el papel de intermediación entre la sociedad y el poder político, transmitiendo las críticas, sentimientos y opiniones recogidas de la comunidad para influir en la confección del “interés común”. Sin embargo, la revolución tecnológica que comenzó con la radio, siguió con la televisión y se proyecta cada vez más hacia los medios digitales dislocó por completo esa función. No únicamente por razones técnicas, sino porque, como diría Marshall McLuhan “el medio es el mensaje”, es decir, la tecnología determina el modo en que nos comunicamos. Y ello incluye una tendencia a la concentración monopolista, al igual que ocurrió con la prensa: el negocio entró en conflicto con el “interés común”; invirtió el “mensaje”.

De ahí la necesidad de pensar la democracia representativa de modo amplio, como un sistema en que no solamente se elige a personas, sino a las ideas y las políticas de las que son portadoras. Y aquí se hace presente el descrédito de la política. Los ciudadanos se encuentran una y otra vez con que los elegidos traicionan a los electores, con que los partidos políticos tienen intereses que los alejan de la sociedad, con que lo que se dice en las campañas es invertido una vez que se ocupa el poder, con que el poder, aun en la democracia, se sale de madre constantemente y no pocas veces revierte su finalidad de servir al interés común.

Para bien o para mal, solamente en el sistema democrático es posible encauzar el conflicto sin violencia, solamente en él se puede edificar una república, y únicamente a través de la democracia es dable construir el Estado como verdadera unidad. La realidad contemporánea arroja múltiples retos en este respecto. Uno de ellos es el de conservar o construir estados democráticos en un mundo atravesado transnacionalmente por las más diversas fuerzas, de las que es imposible e ilusorio aislarse.

Si aplicamos esta mirada a México, como a cualquier país con democracia incipiente, el imperativo de los gobernantes (incluyo a toda la clase política) es ampliar y fortalecer las instituciones donde se procesa el disenso y concurrir con todos los actores relevantes a la construcción de un piso básico consensual; un piso sobre el que el disenso cobre sentido como negociación política. Los fines importan, por consiguiente las instituciones de la política que procesan el conflicto son cruciales para hacer de este un motor productivo para el interés común.

La violencia y el recurso a la “salida” del juego político son el mayor riesgo. Lamentablemente, en nuestro país se ha difundido la violencia criminal y aflora en varios sitios la violencia social. Sólo una república bien ordenada puede conjurar tal peligro.

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